martes, 18 de mayo de 2010

Dijo un hombre una vez

La tarde en la ciudad se vuelve naranja, cuando la panza del horizonte comienza a tragar lentamente ese enorme sol que ha bañado las costas durante las largas horas del otoño. Las aceras se enfrían bajo las sombras de los viejos árboles. Los edificios del hospital, antiguas estructuras que refugian las pequeñas e inquietas figuras de las enfermeras, nos abrigan de la desnudez del cielo, ese cielo que se desplanta imponente como un artista sobre el escenario, por encima de la línea del mar.

Allí te espero, apoyado en un pasamanos frío que me separa de la calle, dispuesto de tal forma que parece que quien lo ha instalado ha querido prevenir a los suicidas de lanzarse sobre un pequeño barranco que acaba en la carretera. Y es que si uno de ellos caminase por ahí, al menos se le vendría la idea a la cabeza, claro.

Cuando el naranja se pierde, el frío deja de ser una anécdota para quien lleva tres cuartos de hora inmóvil, oyendo por la radio las últimas movidas de la política, o esperando que el programador entibie la aburrida tarde con una de Los Piojos. En algún momento, incluso, camino algo inquieto hacia el patio del hospital, previniendo la llegada de algún personaje que pudiese resultar incómodo o, incluso, hasta peligroso.

Ya llega la hora de verte, o al menos eso espero, cuando por la espalda oigo un murmullo atronador, que parece amplificado por los cerros a los que se enfrenta. Una delgada figura encierra lo que, estimo, deben ser unos 80 años de trabajos y salas de espera. Me dice algo sobre unas radiografías que no entiendo muy bien, a diferencia de lo que la breve voz relata luego, asumiendo que se ha encontrado con otra persona de tantas que no la escucha más que al locutor de la radio, que sí cuenta cosas realmente importantes. La voz del hombre parece hacer grandes esfuerzos por mantenerse a flote en cada frase, y su dueño parece hacer lo propio por no omitir ninguna palabra que considere adecuada. Las cosas triviales, los papeles y los exámenes, crecen como bolas de nieve, y las grandes cosas que las suceden, logran al fin quitar mi vista del lugar de nuestra cita.

En minutos, las palabras del viejo invitan a cientos de imágenes a invadir mi cabeza. Sus inicios en la vida laboral, su habilidad para adaptarse a las distintas necesidades, el cariño de la mujer que lo espera por años con un plato de sopa sobre la mesa, me arrancan de la orilla del mar y me voltean como una bofetada hacia las sencillas habitaciones que repletan las faldas del cerro. Allí dentro, una anciana hace repaso de lo andado, mientras conjetura mil ideas posibles sobre la visita de su esposo al hospital. El pan se entibia quieto sobre la cocina, la tetera chirrea endiablada a su lado, mientras el humo de la chimenea escapa frenético como una señal de que aún hay vida deambulando entre los antiguos muebles.

Los fantasmas recorrían las calles por esas horas, buscando quizá a algún habitante desprevenido a quien poder arrebatarle el alma para volver a la vida. Pero el viejo nunca desviaba su andar, y tomaba el camino de regreso sujeto a un gran cuerda que lo llevaba a casa por el sendero más corto.

No puedo escribir aquí la historia completa de aquella ciudad, pero puedo contarles que la conocí cuando el hombre cuerdo levantó las lozas de la acera para dejarme ver los sufrimientos y las luchas de su pueblo golpeado. Golpeado por el olvido. Por la indiferencia, la pobreza. El viejo era quizá el mayor testigo del dolor de los hombres y mujeres, del pasar lento y triste de los años, de las largas caminatas de vuelta a casa después de 11 horas de trabajo mal pagas. El viejo conoció las grandes y ásperas manos de los pescadores, de los carpinteros, de los obreros, y aprendió, estoy seguro, más de lo que cualquier libro puede enseñar.

Se hacía tarde y el hombre se aferró con fuerza a la gran cuerda, volviendo sus ojos de mar hacia mí, y preguntándome para qué construimos nuestros grandes sistemas. El viejo se preguntaba por qué habían hombres que luchaban toda su vida por llegar a ser grandes médicos, por qué nos empeñábamos en regular y disponer todo según nos parecía lo mejor. Para qué, si las cosas realmente importantes son aquellas más simples, las más cotidianas, las más despreciadas. Después de su largo paso por este mundo no pavimentado, el hombre cuerdo sabe con certeza cuáles son aquellas cosas. Nosotros, quizá, estamos a ratos demasiado empeñados en encontrarlas en libros y grandes tratados, y dejamos pasar a los viejos locos por delante sin prestarles atención. Tú te fuiste hace ya un buen rato, y en el camino a casa consigo la calma necesaria para entender al menos una pequeña parte de las enseñanzas de mi sorpresivo visitante. No nos encontramos hoy, pero a cambio de eso ganamos nuevos saberes, nuevos destellos de luz que se suman a muchos otros para seguir formando nuestra estrella polar.

Y allá va el viejo, esperando morir en paz. Tranquilo y paciente como los reptiles tendidos al sol. El hombre cuerdo, ignorante del futuro que pertenece a los jóvenes, se recuesta a la orilla del mar, y entrega sus manos cansadas y su cuerpo a la tierra húmeda que acoge las olas. El viejo entrega su vida al mar, mientras las ruinas y la soledad lo abrigan sin dejarlo jamás. El viejo entrega su vida a la eternidad. Quizás ahora descanse en paz.

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Vuelvo a las raíces. La guitarra y la voz intentan abrigar esta vez la historia de este hombre del que no conozco nombre, dirección, ni referencia alguna. Ese hombre que me preguntaba cosas que no pude responder porque, claro, hasta hoy no puedo hacerlo.

A veces siento que la vida me regala canciones hechas, como esta, cuya creación debe reconocérsele también a este hombre noble, que no debe siquiera recordar su encuentro conmigo, pero que logró emocionarme de tal manera que merecía sin duda un espacio entre estos botes y mareas.


Dijo un hombre una vez

(puedes escuchar la canción en el siguiente reproductor)



El hombre cuerdo, bordado a su pueblo,
caminaba sin temer entre fantasmas, espectros.
Hablando del futuro, que ya no esperaba,
de la cuerda que lo ataba a su hogar.
De las bestias, de ti, del hospital.

Tenía el hombre ya 80 noviembres,
se cortaba con el filo del recuerdo.
Calmando el frío con su canto de cisne,
construyó de nuevo el sufrimiento de ayer.
Levantó las lozas de la calle para dejarme ver.

Nostalgia de lo que aun tenemos,
por aquí el olvido ya no deja respirar.
Los tiempos pasados siguen aún vivos,
Al viejo lo recoge el mar.

Y nos quedamos solos, a merced

de las ruinas, de la soledad.

Recuerdo aquel día, ver sus manos,
como rocas talladas por la mar incansable,
Cargaron armas, sueños, luchas, esperanzas.
Nunca descansaron, no me miras, ya sé,
los ojos se humedecen, con el recuerdo de ayer.


Cuanto tiempo ha pasado,
mil y una noches e historias.
Será hoy el momento, de buscar las respuestas,
de este viejo, que me preguntaba,

¿”para qué todo esto”?, ¿para qué todo el plan?


Y es que nunca le devolvimos nada,
nunca le pagamos, y así morirá.
Solo, y olvidando el futuro.
A merced de la tierra, de su Amor, del mar.
De la eternidad.


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