miércoles, 2 de marzo de 2011

Canción de ciudad y mercado

Es esta ciudad. O quizás, el leve rumor del mar que siempre olvidamos. Quizás, sólo sea que nos extrañamos y al admitirlo nos avergonzamos. El caso es que de repente reparamos en el privilegio que significa habitar esta ciudad. Esta ciudad con sus calles y sus muros, con sus luces y sus sombras.

Vivir en una ciudad significa de pronto asumir que todo es un completo enredo. Comenzar a pensar en la gigantesca intervención que el ser humano provoca en los paisajes. Pensar en que, en esos lugares donde ahora vemos largas autopistas, en algún momento nada hubo. Sólo un humedal, quizás. Un pantano. Tal vez solo tierra y piedras. Pero después de la llegada del hombre y su imperio de civilización, el caos comienza. Por hacerlo todo a nuestra manera acabamos por cargar en andas una vida frenética y tensa como los hilos de un telar. De pronto, parece ser necesario instalar supermercados, bancos, plazas, esculturas y todo aquello que se sigue y seguirá inventando que parezca acorde a la vida en sociedad.

Y ya dentro de esta esfera extraña y maravillosa, obligados a desarrollarnos, comer, dormir y vivir en nuestras grandes ciudades, casi nadie repara en el lugar en que habita. Pocos alzan el vuelo como águilas para abstraerse del caos y pensar a la ciudad como un ser vivo. Un ser que respira a nuestro ritmo, que sufre con nuestros descuidos, y que se amarra a nuestro pulso como una gavia que se amarra firme a su mastelero. Y en ese entender nuestras ciudades cuando están vivas, vamos descubriendo también aquellas cosas que la urbe nos regala. Aquellas pequeñas cosas que nos hacen felices, logrando que olvidemos por momentos los desequilibrios, las injusticias y las tragedias que asolan las tierras que habitamos.

Mirar por ejemplo las bancas rojas de las plazas, tan públicas pero tan propias de quien las utiliza. Allí donde los jóvenes amantes comienzan a conocer el desamor, las esperas bajo la lluvia y el olvido de las promesas que les hicieron. Allí mismo, donde los amantes ya viejos planean sus próximas travesuras. La siguiente huída.

O pensar, quizás, que dentro de esas antiguas casonas del centro, altas como los molinos, el pan humea y exhala aroma a mañana, mientras la tetera endiablada hierve anunciando el café y la leche antes de ir al trabajo. Imaginar a los jubilados, que acompañados del girar eterno de las victrolas, oyen viejas zambas y tangos. Gardel. Goyeneche. La negra Sosa. Atahualpa.

Ayer tembló. Como siempre. Y en la tele abrieron varias nueces. Hicieron mucho ruido y escándalo, aun cuando las parejas de viejos ya no le temen ni a los sismos. Qué va. Dejamos a los políticos seguir abriendo nueces y hacemos como que no sabemos la verdad. Porque ayer llegaste tú, con una flor naranja o azul ajustada entre tu pelo, trayendo una verdad tan nuestra que nadie nos podrá quitar. Seguimos vivos. Seguimos oyendo las noticias de la guerra a lo lejos y lamentando el llanto de los que sufren en silencio. Porque este es el lugar que habitamos. Esta ciudad es nuestra. Con sus luces y sus sombras. Con nuestras canciones y con sus mentiras. Con sus abrazos y las despedidas. Quédate conmigo, que me caigo sobre tu pecho y las caseras del mercado suplican tu regreso. Quédate a mi lado, porque entre tus manos les regalas a las aves un lugar donde anidar.

Almorzando en un puesto del mercado central recogemos la poesía que se desborda de entre las frutas y las hierbas. La recogemos, te miro y hacemos una canción con esos versos. Una canción que habla de tu ciudad, de donde tú vives. Abrazada por la sensibilidad del violín de Gonzalo González, esta es la Canción de ciudad y mercado.


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Hago guiños a algunos referentes en esta canción. Escuchaba a Pedro Guerra cuando la compuse, y por eso guiño al "Tango de madrugada", escrito por Ángel González y musicalizada por él. También guiño a algunas canciones de Ismael Serrano ("Jóvenes y hermosos" y "Se ha enredado en tu cabello") cuando cuento sobre los amantes en los bancos públicos y al decir que las aves reclaman su hueco entre tus manos.

Por último, recuerdo al poeta Ángel González, que decía "o bien dentro de casa / merendando pan y café con leche / qué alegría". Y que nos recordaba que "ayer fue miércoles toda la mañana", y que el día de hoy, "tan parecido, pero tan diferente en luces y en aroma", no es igual al día de ayer: "un día maravilloso / que ya nadie nunca volverá a ver jamás / sobre la tierra".

Canción de ciudad y mercado
(escucha la canción en el reproductor puesto a continuación)



Cuando las hojas comienzan a caer,

vuelve el amante al viejo nido;

y tu mirada profunda penetra el olvido,

el suelo, el ventolero, el mar herido.


Las bancas rojas, públicas y propias,

albergan los momentos intranquilos,

donde amantes torcidos, blancos niños,

conocen el Amor, la lluvia y el olvido;

se apegan contra el hielo de tus manos,

estrujadas contra mi propio frío.


Si en los puestos del mercado,

las señoras del intento, que buscan su destino,

gritaron versos hasta el techo,

pidiendo que volvieras.

Si no vienes, si te alejo,

y las aves reclaman su hueco entre tus manos,

quédate conmigo, que también caigo en tu pecho,

que aún me quedan vidas, voces, recuerdos.



Dentro de las casas, café, leche y galletas,

zambas en la victrola, y el pan humea.

Porque ayer, que fue miércoles todo el día,

tembló, y se abrieron varias nueces

y tú llegaste con flores en el pelo.


Si Pedro bebe otra vez del río,

coge 3 peces y hace camino;

si se pierde en el corcovado argentino.

Si le tememos de nuevo a las guerras,

y escuchamos los llantos muy de cerca.


Si en los puestos del mercado,

las señoras del intento, que buscan su destino,

gritaron versos hasta el techo,

pidiendo que volvieras.

Si no vienes, si te alejo,

y las aves reclaman su hueco entre tus manos,

quédate conmigo, que también caigo en tu pecho,

que aún me quedan vidas, voces, recuerdos.

Quédate a mi lado, cruza conmigo la alambrada,

que aún me quedan vidas, y esperanzas.